Le abro la puerta y lo guío a mi oficina, bueno, ese espacio que me he acondicionado dentro de casa escoltado por un librero y una jardinera, en el camino me percato que el triciclo está a mitad de la sala, un cochecito por ahí y una hoja de papel llena de garabatos y colores, restos de un paisaje de la pequeña infancia en horas de oficina, así que mientras nos sentamos me disculpo casi en automático, como si tener niños activos en casa y juguetes que mueven de lugar fuera algo de lo que tuviera que excusarme. Mi colega, con el que comparto un proyecto al que debemos darle seguimiento, sonríe y dice:
—Lo vas a extrañar... cuando ya no haya juguetes tirados por ahí.
—¿Si? —Pregunto un tanto ingenua.
Él asiente en silencio y aprieta la boca, tiene tres hijos adolescentes y la certeza de que ese tiempo ya no volverá. Ahora son otros temas, esa infancia en sus hijos se ha ido en un suspiro.
Así que recuerdo esa conversación con mi colega cuando hoy, por ejemplo, me encuentro mi sillón rojo para leer pintado con pluma Vik y la pared —recién pintada— con huellas de manitas y uno que otro garabato. ¿A qué hora hicieron esto si los tengo al lado?
Luego, me llama otra colega y quedamos en una junta: “mejor en tu casa, así veo a tus hijos y los disfruto corretear por ahí", claro que ella aún no tiene hijos y los niños le despiertan el asombro que a veces las madres agobiadas olvidamos en la cotidianidad —y también porque está mi santa madre que pone orden y nos deja trabajar—, si no, no sería una opción siquiera a considerar.
Haciendo un recuento y tomando consciencia, me siento infinitamente afortunada de los paisajes desarticulados de mi casa-oficina, coloridos, erráticos, despreocupados, llenos de infancia.
Aquí varios ejemplos de que no soy la única.
Fuente: Ser Mamá en Cancún
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